Teresa: el milagro de San Charbel
Las
adversidades nos enseñan, una vez más, que la ilusión y los motivos para seguir
deben permanecer despiertos en nuestro interior
Amira El Sahli
Un día después del Día de las Madres la casa no volvió a ser
la misma. Luego de pasar momentos llenos de gozo y
disfrutando a mamá,
se asomaba la incertidumbre y el pavor en nuestra sala, mientras mis padres y
hermanos esperábamos una respuesta esperanzadora por parte del médico de
confianza. Mamá mostraba cansancio y papá debilidad.
“Necesitan hospitalizarse de emergencia”, aconsejó a través
de una llamada telefónica esa mañana del 10 de mayo. Debían dejarnos para
luchar por sus vidas antes de que la enfermedad hiciera de las suyas. Hacer
rápidamente sus bolsos y despedirlos fue desgarrador; mi madre me abrazaba y mi
padre no tuvo la voluntad de verme a los ojos. Lluvia y lágrimas caían a la
vez.
Bolívar se convirtió en una travesía sin precedentes. En un
abrir y cerrar de ojos se registraban más de 100 contagios diarios, hasta hoy
llegar a un total de 10.840 casos según el Ejecutivo Nacional. Aunque el paso
fronterizo fue cerrado, aún existe la posibilidad de que uno u otro migrante
ingrese al estado a través de Santa Elena de Uairén, u otras fronteras, para
cubrir sus necesidades con trabajos forzosos sin saber que puede tener el virus, ya que para muchos
se ha vuelto casi imposible costear una prueba de detección. Las historias por
Covid-19 son únicas y poseen toques de complejidad, y esta es una de ellas.
Un adiós fortuito
Apenas partieron, mamá dejó su mente en casa, porque ella,
junto a papá, mantenía la casa viva. “¿Cómo voy a dejar a mis hijos y mi casa tanto
tiempo sola?”, era lo que no paraba de cuestionarse. Escuchar constantemente
las experiencias de sus conocidos la atormentaban, porque aunque unos volvieron a sus hogares, otros no.
“Tu mamá está en un estado crítico de salud”, “no respira
por sí sola”, “su saturación bajó a 84”, fueron las frases más angustiantes los
primeros días en la Clínica Humana. Sus pulmones estuvieron colapsados por
Covid-19, una enfermedad que no le permitía respirar ni hablar con claridad.
Mientras mi mente intentaba procesar los resultados, en ese momento, comprendía
que todo era posible, hasta la muerte.
Cada mañana asistía al piso 2 de la clínica para mandarles
con alguna simpática enfermera café, algo de desayuno y ropa limpia. Por los
pasillos se sentía la tensión, las enfermeras se encontraban agitadas, a la
mayoría de los pacientes se les notaba la aflicción mientras caminaban hacia
sus consultas o habitaciones y, a los doctores, se les percibía el agotamiento.
El paso hacia el piso 3 estaba netamente prohibido. En cada
habitación ocupaba un caso por Covid-19, entre ellos varios adultos y un menor
de edad. Cuando iba me entraban esas ganas de correr a verlos y darles un
abrazo. Lloraba al ver esas escaleras que dirigían hacia el inaccesible piso 3,
entregaba todo y me iba con un nudo en la garganta.
Al salir de la clínica iba a trabajar. Las responsabilidades
del día a día me angustiaban, pero eran compromisos que debían cumplirse, tanto
en el trabajo, en la universidad como en el hogar. Aun así, mi constante
pensamiento seguía intacto: “¿Cómo se sentirán hoy?”.
Mis hermanos se mantenían fuertes y con ilusiones a lo alto.
Nunca faltaba Adam, mi hermano menor, encaramado cada vez que llegaba del
trabajo para preguntarme: “¿Dónde está mamá y papá?”. Mi corazón se acogía más
entre la zozobra. ¿Qué iba a responderle? Llorábamos juntos; me sentía chiquita
frente a él.
Una familia de siete sin dos no era lo mismo. Se sentía
vacío el comedor sin ocupar dos puestos: el ambiente carecía de risas,
anécdotas y hasta regaños. Faltaba admirar esa vuelta que hacía mamá por el
comedor para darle un abrazo a mi papá.
Él progresaba en su estado de salud, lo cual era un alivio.
Constantemente llamaba para dar las noticias del día: “Hay que darle tiempo,
¡denle mucho ánimo!”. Lo que me mantenía en paz era la compañía mutua; el amor
y las visitas de papá a su habitación convirtiéndose en su guardián.
Miedo a morir
Mis mañanas y rutinas fueron diversamente agitadas, pero las
de Teresa, también conocida cariñosamente como Tete, eran puntuales en esa
habitación con aparatos y cables a un lado de su cama, donde la soledad e
incertidumbre no dejaron de estar presentes. No podía faltar su accesorio indispensable: la mascarilla de oxígeno, ya que era lo único que la ayudaba a
respirar. “No sabía si iba a salir de esto”.
A tempranas horas se despertaba para tomarse las muestras y
chequear su estado de salud. Desayunaba, sola y sin fuerzas, intentando no
moverse ni alterarse, porque todo la agotaba “como si corriera un maratón sin
final”. Luego pasaba todo el día viendo hacia su ventana para admirar los
amaneceres y atardeceres, su teléfono o TV mientras le ponían el tratamiento
para atacar lo que la estaba dejando sin aliento. Estar la mayor parte del
tiempo boca abajo era una de sus pesadillas, pero los médicos insistían que era
lo ideal para que sus pulmones volvieran a su estado normal.
“Lo único que hacía era estar acostada, pensar y pedir a
Dios para salir de esto”. Mamá sí pensó muchas veces en la muerte, pero su
deseo de volver a casa sana y con sus hijos fue más fuerte que la mismísima
enfermedad.
En casa por las noches, prendíamos una vela blanca y, antes
de dormir, conversaba con mis hermanos sobre esta situación, algo que nunca
habíamos vivido. Y es increíble como cada uno demostraba angustia a su manera.
Desde lo más inocente, Adam e Ibrahim, hasta lo más sensato, Suzan, Mariana y
yo. Solo sé que entre todos pedíamos que pasara pronto.
Un milagro en sueños
Los rezos de mi abuela sobraban a montones por su hija. En
virtud de ello y sin dudarlo, le envió un aceite de San Charbel que mamá se
Y un sueño repentino se asomaba mientras dormía. Tete vio a
un señor vestido de bata negra, caminando por pasillos similares a los de una
clínica, un corredor oscuro, donde solo él resplandecía con su luz. Mamá,
asombrada y extrañada, se levantó de su sillón y lo siguió. Éste entró a una de
las habitaciones abriéndole paso para que entrara, lo cual, en ese momento,
comprendió de quien estaba acompañada: San Charbel. Erizada, sin creer
lo que sus ojos contemplaban y sin imaginarse que la fe se manifestara en su
sueño.
Luego del encuentro, juntos comenzaron a buscar un frasco
para que el “Hombre de los Milagros” le obsequiara un poco de aceite, con la
intención de sanar y vencer la enfermedad que la desgastaba lentamente. Después
de tanto rebuscar, no encontraron el frasco. Ella, preocupada por no haber
conseguido lo único que la salvaría y él, tan sereno y puro, la abrazó
fuertemente junto a palmadas en su espalda. El “consuelo y la tranquilidad”
serían las palabras indicadas para describir lo que quería cederle.
Al despertar a las 6:00 am, de un sueño que sentía tan real,
mamá se dio cuenta que la mascarilla de oxígeno no se encontraba en su rostro,
sino justo al lado de ella. Mientras apreciaba el amanecer desde su ventana,
lograba poco a poco respirar; nostálgica y con los ojos llenos de lágrimas. A
los pocos minutos entró una de las enfermeras: “¡Pero tú estás curada!”,
expresó alegremente con tan solo verla.
A partir de ahí, solo se evidenciaban mejorías y asombros de
parte de los médicos por la imprevista recuperación. “Yo le pido, le rezo, pero
nunca pensé que él, el mismísimo santo, viniera a mí”. Paulatinamente, mamá
dejó de sentir dolor, cansancio y miedo, porque ella tenía la certeza de que
San Charbel la sostenía de la mano hasta el final.
Juntos, los siete
El día que me tocó buscarlos había llegado mi calma. Me
estacioné a esperarlos frente a la puerta. Ahí se encontraba un vigilante,
quien cada mañana abría con una sonrisa alentadora cuando llevaba las manos
llenas de cosas; ese mismo día alzó su mano en modo victorioso exclamando un
“¡por fin!”. Agradecí tanto a Dios mientras los veía caminar en pijamas hasta
el carro. Sonreían entre sus mascarillas; ambos transmitían fuerza y alivio.
Llegamos y la puerta de la casa se abrió gracias a Adam, que
con gritos de alegría y brincos llegó hasta los brazos de ambos. No faltaba
nada ese día en el almuerzo; los siete puestos del comedor estaban completos,
de mayor a menor. Cada uno, entre actuaciones y carcajadas, contaba una
anécdota sobre la travesía de vivir solos por un tiempo, mientras ellos eran
nuestros espectadores.
Mamá siempre será recordada como “el milagro de San Charbel”, lo cual de esta experiencia inolvidable refuerza día a día el “mantener la fe, valorar la vida y disfrutar cada momento, porque nunca sabemos cuándo nos vamos de aquí”.