martes, 17 de agosto de 2021

Teresa: el milagro de San Charbel

Teresa: el milagro de San Charbel

Las adversidades nos enseñan, una vez más, que la ilusión y los motivos para seguir deben permanecer despiertos en nuestro interior

Amira El Sahli

Un día después del Día de las Madres la casa no volvió a ser la misma. Luego de pasar momentos llenos de gozo y disfrutando a mamá, se asomaba la incertidumbre y el pavor en nuestra sala, mientras mis padres y hermanos esperábamos una respuesta esperanzadora por parte del médico de confianza. Mamá mostraba cansancio y papá debilidad.

“Necesitan hospitalizarse de emergencia”, aconsejó a través de una llamada telefónica esa mañana del 10 de mayo. Debían dejarnos para luchar por sus vidas antes de que la enfermedad hiciera de las suyas. Hacer rápidamente sus bolsos y despedirlos fue desgarrador; mi madre me abrazaba y mi padre no tuvo la voluntad de verme a los ojos. Lluvia y lágrimas caían a la vez.

Bolívar se convirtió en una travesía sin precedentes. En un abrir y cerrar de ojos se registraban más de 100 contagios diarios, hasta hoy llegar a un total de 10.840 casos según el Ejecutivo Nacional. Aunque el paso fronterizo fue cerrado, aún existe la posibilidad de que uno u otro migrante ingrese al estado a través de Santa Elena de Uairén, u otras fronteras, para cubrir sus necesidades con trabajos forzosos sin saber que puede tener el virus, ya que para muchos se ha vuelto casi imposible costear una prueba de detección. Las historias por Covid-19 son únicas y poseen toques de complejidad, y esta es una de ellas.

Un adiós fortuito

Apenas partieron, mamá dejó su mente en casa, porque ella, junto a papá, mantenía la casa viva. “¿Cómo voy a dejar a mis hijos y mi casa tanto tiempo sola?”, era lo que no paraba de cuestionarse. Escuchar constantemente las experiencias de sus conocidos la atormentaban, porque aunque unos volvieron a sus hogares, otros no.

“Tu mamá está en un estado crítico de salud”, “no respira por sí sola”, “su saturación bajó a 84”, fueron las frases más angustiantes los primeros días en la Clínica Humana. Sus pulmones estuvieron colapsados por Covid-19, una enfermedad que no le permitía respirar ni hablar con claridad. Mientras mi mente intentaba procesar los resultados, en ese momento, comprendía que todo era posible, hasta la muerte.

Cada mañana asistía al piso 2 de la clínica para mandarles con alguna simpática enfermera café, algo de desayuno y ropa limpia. Por los pasillos se sentía la tensión, las enfermeras se encontraban agitadas, a la mayoría de los pacientes se les notaba la aflicción mientras caminaban hacia sus consultas o habitaciones y, a los doctores, se les percibía el agotamiento.

El paso hacia el piso 3 estaba netamente prohibido. En cada habitación ocupaba un caso por Covid-19, entre ellos varios adultos y un menor de edad. Cuando iba me entraban esas ganas de correr a verlos y darles un abrazo. Lloraba al ver esas escaleras que dirigían hacia el inaccesible piso 3, entregaba todo y me iba con un nudo en la garganta.

Al salir de la clínica iba a trabajar. Las responsabilidades del día a día me angustiaban, pero eran compromisos que debían cumplirse, tanto en el trabajo, en la universidad como en el hogar. Aun así, mi constante pensamiento seguía intacto: “¿Cómo se sentirán hoy?”.

Mis hermanos se mantenían fuertes y con ilusiones a lo alto. Nunca faltaba Adam, mi hermano menor, encaramado cada vez que llegaba del trabajo para preguntarme: “¿Dónde está mamá y papá?”. Mi corazón se acogía más entre la zozobra. ¿Qué iba a responderle? Llorábamos juntos; me sentía chiquita frente a él.

Una familia de siete sin dos no era lo mismo. Se sentía vacío el comedor sin ocupar dos puestos: el ambiente carecía de risas, anécdotas y hasta regaños. Faltaba admirar esa vuelta que hacía mamá por el comedor para darle un abrazo a mi papá.

Él progresaba en su estado de salud, lo cual era un alivio. Constantemente llamaba para dar las noticias del día: “Hay que darle tiempo, ¡denle mucho ánimo!”. Lo que me mantenía en paz era la compañía mutua; el amor y las visitas de papá a su habitación convirtiéndose en su guardián.

Miedo a morir                                                 

Mis mañanas y rutinas fueron diversamente agitadas, pero las de Teresa, también conocida cariñosamente como Tete, eran puntuales en esa habitación con aparatos y cables a un lado de su cama, donde la soledad e incertidumbre no dejaron de estar presentes. No podía faltar su accesorio indispensable: la mascarilla de oxígeno, ya que era lo único que la ayudaba a respirar. “No sabía si iba a salir de esto”.

A tempranas horas se despertaba para tomarse las muestras y chequear su estado de salud. Desayunaba, sola y sin fuerzas, intentando no moverse ni alterarse, porque todo la agotaba “como si corriera un maratón sin final”. Luego pasaba todo el día viendo hacia su ventana para admirar los amaneceres y atardeceres, su teléfono o TV mientras le ponían el tratamiento para atacar lo que la estaba dejando sin aliento. Estar la mayor parte del tiempo boca abajo era una de sus pesadillas, pero los médicos insistían que era lo ideal para que sus pulmones volvieran a su estado normal.

“Lo único que hacía era estar acostada, pensar y pedir a Dios para salir de esto”. Mamá sí pensó muchas veces en la muerte, pero su deseo de volver a casa sana y con sus hijos fue más fuerte que la mismísima enfermedad.

En casa por las noches, prendíamos una vela blanca y, antes de dormir, conversaba con mis hermanos sobre esta situación, algo que nunca habíamos vivido. Y es increíble como cada uno demostraba angustia a su manera. Desde lo más inocente, Adam e Ibrahim, hasta lo más sensato, Suzan, Mariana y yo. Solo sé que entre todos pedíamos que pasara pronto.

Un milagro en sueños

Los rezos de mi abuela sobraban a montones por su hija. En virtud de ello y sin dudarlo, le envió un aceite de San Charbel que mamá se untaría en el pecho y en la frente “con bastante fe”. Esa noche, sin luz en la clínica, apreciando la poca vista de su ventana e inhalando lentamente el oxígeno del aparato, mamá se quedó dormida a tempranas horas.

Y un sueño repentino se asomaba mientras dormía. Tete vio a un señor vestido de bata negra, caminando por pasillos similares a los de una clínica, un corredor oscuro, donde solo él resplandecía con su luz. Mamá, asombrada y extrañada, se levantó de su sillón y lo siguió. Éste entró a una de las habitaciones abriéndole paso para que entrara, lo cual, en ese momento, comprendió de quien estaba acompañada: San Charbel. Erizada, sin creer lo que sus ojos contemplaban y sin imaginarse que la fe se manifestara en su sueño.

Luego del encuentro, juntos comenzaron a buscar un frasco para que el “Hombre de los Milagros” le obsequiara un poco de aceite, con la intención de sanar y vencer la enfermedad que la desgastaba lentamente. Después de tanto rebuscar, no encontraron el frasco. Ella, preocupada por no haber conseguido lo único que la salvaría y él, tan sereno y puro, la abrazó fuertemente junto a palmadas en su espalda. El “consuelo y la tranquilidad” serían las palabras indicadas para describir lo que quería cederle.

Al despertar a las 6:00 am, de un sueño que sentía tan real, mamá se dio cuenta que la mascarilla de oxígeno no se encontraba en su rostro, sino justo al lado de ella. Mientras apreciaba el amanecer desde su ventana, lograba poco a poco respirar; nostálgica y con los ojos llenos de lágrimas. A los pocos minutos entró una de las enfermeras: “¡Pero tú estás curada!”, expresó alegremente con tan solo verla.

A partir de ahí, solo se evidenciaban mejorías y asombros de parte de los médicos por la imprevista recuperación. “Yo le pido, le rezo, pero nunca pensé que él, el mismísimo santo, viniera a mí”. Paulatinamente, mamá dejó de sentir dolor, cansancio y miedo, porque ella tenía la certeza de que San Charbel la sostenía de la mano hasta el final. 

Juntos, los siete

El día que me tocó buscarlos había llegado mi calma. Me estacioné a esperarlos frente a la puerta. Ahí se encontraba un vigilante, quien cada mañana abría con una sonrisa alentadora cuando llevaba las manos llenas de cosas; ese mismo día alzó su mano en modo victorioso exclamando un “¡por fin!”. Agradecí tanto a Dios mientras los veía caminar en pijamas hasta el carro. Sonreían entre sus mascarillas; ambos transmitían fuerza y alivio.

Llegamos y la puerta de la casa se abrió gracias a Adam, que con gritos de alegría y brincos llegó hasta los brazos de ambos. No faltaba nada ese día en el almuerzo; los siete puestos del comedor estaban completos, de mayor a menor. Cada uno, entre actuaciones y carcajadas, contaba una anécdota sobre la travesía de vivir solos por un tiempo, mientras ellos eran nuestros espectadores.

Mamá siempre será recordada como “el milagro de San Charbel”, lo cual de esta experiencia inolvidable refuerza día a día el “mantener la fe, valorar la vida y disfrutar cada momento, porque nunca sabemos cuándo nos vamos de aquí”. 

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